domingo, 22 de enero de 2012

Deseo.

El deseo se había apoderado de mis manos, mis sensaciones y mis pensamientos aquella mañana de otoño. Había despertado a tu lado y lo único que quería hacer era poseerte allí mismo, sin mediar palabra, sin pensarlo dos veces, como si aquella fuera nuestra única posibilidad de sobrevivir en este puto universo.

Casi sin darme cuenta deslicé mi mano a tu cintura, la suavidad de tu piel me embriagó como siempre. La yema de mis dedos patinaba lentamente entre tus caderas y tu vientre. Cerré los ojos y descubrí cada centímetro de tu piel en mi mente solo con tocarte. Seguías dormida y estabas tan sexy que no podía quedarme quieto. Te besé y abriste los ojos con una sonrisa que lo decía todo, parecía como si ya supieras lo que quería de ti, y en efecto, lo sabías. Soy transparente para ti, soy vulnerable a tu lado y adoro esa sensación.

Al estrecharte entre mis brazos comencé a temblar, se me erizó la piel... Se agitó mi respiración y me sentía como una fiera enjaulada, necesitaba tenerte y hacerte mía de forma salvaje. Me pudo el deseo y te sujeté con fuerza debajo de mi. Pero como siempre, sabes como detenerme y volverme loco a la vez y allí, mientras te miraba fijamente, rozaste tus labios con los míos, sin llegar a besarme, sin dejarme saborearte. Mis defensas bajaron automáticamente y conseguiste ponerte encima de mi, cogiéndome las manos, sin dejarme escapar y dándome a entender que ahora mandabas tu.

Me tenías atrapado y yo no hacía nada por evitarlo. Aquello era el paraíso. Estaba entre tus piernas, el calor de tu cuerpo me dejaba en un estado de embriaguez máximo y podía sentir tus pechos rozándome con cada movimiento de tus caderas. El broche de oro: tu mirada. Esa mirada que me hacía dar mil vueltas a la cabeza, que no me dejaba pensar con claridad en nada, que me volvía loco, que me elevaba hasta el infinito y me dejaba caer al vacío. Esa mirada que podía parar cada movimiento mío, que podía crear en mi sensaciones que nadie más había creado antes. Esa mirada, tu mirada.

Fue una mañana increíble, una tarde invencible y una noche eterna. Estuvimos todo el día comiéndonos de los pies a la cabeza, sin dejarnos ni un momento, sin pensar en que en el exterior un mundo entero se desmoronaba, como cada día. Ignorando el frenesí de la ciudad, porque nosotros teníamos nuestro propio frenesí. Dejándonos la piel en cada mordisco, en cada beso, en cada caricia. Cada hora se hacía más larga y sabrosa que la anterior. Pasamos el mejor día de nuestra vida en una cama, sin ropa y con la mejor música de fondo, tu respiración.

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