jueves, 20 de octubre de 2011

Y colorín colorado...

Los finales de los cuentos suelen ser lo más difícil de redactar. Quizá sea un poco porque acabas tu obra, un relato que ha nacido de ti, que has creado tu, una especie de hijo. O quizá es porque conseguir llegar al final de algo siempre cuesta mucho, cuadrar las acciones para que puedan desembocar en donde tu quieres, no dejar cabos sueltos... lo de siempre.

Hay muchos tipos de finales: los finales abiertos, los que decepcionan, los felices, los tristes, los que emocionan, los que te dejan sin palabras, los que no te esperabas... Pero sin duda el que toda persona necesita es el final feliz. Ese final que todos hemos leido: "fueron felices y comieron perdices". ¡Qué bonito! Un final que uno lee y se le queda una sonrisa tonta en la cara. Esos son los finales que nos gustan. Mi teoría es que adoramos esos finales porque no son reales, quiero decir, en la vida real no siempre acaban las cosas de forma que podamos "comer perdices", es más, por lo general los finales no son así. En la vida real abundan todo tipo de finales, pero los finales felices están en peligro de extinción. Por esa razón cuando por fin hay un final feliz la gente se sorprende más de lo que se alegra, y por esa misma razón, los cuentos con final feliz son más queridos que cualquier otro.

Necesitamos suplir la falta de finales felices en la vida. La forma optimista de hacerlo para una pseudoescritora como yo, es escribir cuentos que te saquen una sonrisa, que no tengan nada que ver con los problemas habituales, que te evadan de tu mundo y te adentren en uno donde al final comerás perdices. No siempre es fácil conseguir eso, y la verdad es que hay un punto de vista más pesimista, que también ayuda (a su manera) a hacer sentir al lector un poco mejor con su propia vida. La forma pesimista es escribir un cuento triste, melancólico y lleno de espanto, un cuento que acabe con cualquier final, menos el final feliz, un cuento que sea tan agónico que hará que el lector se sienta a gusto con su propia vida, al fin y al cabo, comparada con la situación del cuento, nada es tan malo. Hoy por hoy, prefiero el punto de vista optimista, pero he de decir que el punto de vista pesimista me acompaña gran parte de las veces, y aunque lo cambio y lo evito, al final siempre vuelve.

Me gustaría poder dar una visión de la vida, de los cuentos y de los finales un poco más alegre. Me gustaría poder creer que habrá un final feliz para todo. Hoy no lo creo porque al final no somos felices, ni comemos perdices.

martes, 4 de octubre de 2011

Jane no quiere liberar a Baby.

Érase una vez que se era, en un lugar poco visible de un bosque poco conocido, una niña encerrada en un cuerpo de adulta. Como todo cuerpo viviente que habita en otro ser, debe luchar por la supremacía del cuerpo para mandar sobre cada movimiento y cada pensamiento. Llamaremos a la niña Baby y a la adulta Jane, que aunque no son los nombres reales, bien nos sirven para esta historia y su entendimiento.

Hechas las presentaciones, me gustaría que el lector tuviera en cuenta ese conflicto de intereses que surgen en el interior de cada uno cuando, por ejemplo, vemos una piedra (o cualquier objeto consistente) en el medio de la acera. Ese conflicto que surge cuando una vocecita nos dice que debemos patearla y jugar con ella mientras andamos, a la vez que una voz (algo grave por lo general) nos recuerda que tenemos una edad y que debemos comportarnos. Ese conflicto que nos supone decidirnos entre ignorar a nuestro infante interior y seguir adelante, o ignorar a nuestro adulto serio y patear la piedra. A todos nos ha pasado alguna vez. Y si es usted listo, sabrá que lo que debe hacer es patear la piedra, no ignore al infante porque acabará matándolo, y lo necesita para sobrevivir en este mundo de locos.

Tras esta breve aclaración (y digo breve porque podría haberme extendido mucho más y no lo he hecho), debería continuar con la historia que nos atañe. Como decía, Baby luchaba cada día por la supremacía y el mandato de aquel cuerpo. Pero no hay que olvidar que es una niña, y que realmente Jane era más fuerte que ella y la mantenía controlada. Cuentan que alguna vez hasta la encerró en una pequeña jaula para que no la obligase a saltar sobre los charcos de barro recientemente formados en el bosque.

Hubo un día particularmente especial, en el que se juntaron muchos factores que hicieron que Baby pudiese salir a jugar como es debido, y no en pequeñas y controladas dosis como Jane quería. Así pues aquella tarde había llovido y en los alrededores de la pequeña casa donde vivían ambas en aquel bosque, se habían formado una cantidad considerable de charcos. Además, y aun no sabría explicar por que extraño fenómeno, un gran montón de mariposas, mariquitas y hormigas se habían apoderado del árbol en el que Jane solía leer. A media tarde la lluvia había cesado y Jane se decidió a coger el libro de estudio y dirigirse a su lugar de lectura, como cada tarde. Pero al buscar su libro se dio cuenta de que no estaba, y en su lugar encontró su cuento favorito infantil ("El patito feo"), lápices de colores y muchas hojas en blanco que pedían ser utilizadas a base de bien.

Su enfado y su desconcierto crecían tan deprisa a causa de las contrariedades que estaba sufriendo su rutina, que la Jane interior comenzaba a debilitarse, y esto le daba fuerzas y convicción a Baby para tomar el mando y dar rienda suelta a su imaginación. Llegados a este punto, el lector podrá imaginar la situación con una clara precisión. Tantos estímulos externos y tanto desconcierto para un adulto, son para un niño pura diversión y entretenimiento. Así pues, Baby comenzó por conseguir que Jane cogiera esos lápices de colores, el cuento y las hojas en blanco, con la firme intención de conseguir que Jane ilustrara cada frase de aquel cuento que tanto le había gustado de niña. Por suerte para Baby, al salir se encontró con un panorama que pintaba de diversión toda la tarde, y al darse cuenta de que ya no le costaba tanto manejar aquel gran cuerpo decidió pasar una tarde como hacía tiempo que no pasaba.

Para asombro de Jane, que no era capaz de controlar a la poderosa Baby, se lo estaba pasando en grande. Desde salir de casa sin pisar las líneas del camino de piedra que bordeaba su casa, hasta la llegada al árbol en una carrera contra si misma, manchándose la ropa con cada salto en cada charco y jugando con las mariposas, las mariquitas y las hormigas. El broche de oro de aquella tarde fue cuando un par de horas antes de tener que volver a casa, se decidió a coger aquel cuento y dibujar cada acto mientras lo leía con una profunda concentración. Al crecer Jane había olvidado cuanto le gustaba aquel cuento, había olvidado lo bien que lo pasaba con esos juegos. Jane se había concentrado tanto en crecer que había olvidado dejar un atisbo de niñez para días como aquel. Y si no fuera por aquel día Baby habría desaparecido y Jane se habría vuelto dura, aburrida, fría y metódica.

Al volver a casa, Baby estaba dormida y Jane se sentía realmente cansada. Se encontraba ya a medio camino cuando vio una pequeña piedra en medio, y sin siquiera pensarlo comenzó a patearla hasta llegar a su casa, donde la cogió y la guardó en una pequeña caja debajo de su cama como recuerdo de un día maravilloso. Baby se sintió orgullosa al enterarse de aquello, ya que no hizo falta su intervención para que Jane patease la piedra, lo cual le daba esperanzas y le hacía ver que Jane aun sabía divertirse como antes.