lunes, 29 de abril de 2013

Nadie

Y entonces, sin querer, te das cuenta de que no hay ningún talento dentro de ti. De pronto eres consciente de que eres de esas personas que están ahí para que los demás caigan en la cuenta de sus propios talentos, pero no estás ahí para demostrar que tienes uno tú también. Porque no lo tienes. 

En ese momento de revelación es cuando decides vivir en base a ello. En la sombra, pasando desapercibido, sin que nadie note tu presencia, porque nadie debe notar tu presencia. Tú solo estás ahí para que, cuando alguien se cruce contigo, sea capaz de ver su propia valía y luego siga su camino. Dejándote a ti donde te encontró. Ese es tu cometido y es eso lo que vas a hacer, cumplir con el plan. 

Porque hay quien destaca en música, en arte, en letras, en ciencias o en su vida social. Pero tú no. No destacas en ningún aspecto. No se te da especialmente mal nada. Tampoco se te da especialmente bien. Tan solo haces cosas. Simplemente no destacas, no tienes un talento, no tienes ese valor especial que se obtiene cuando eres increíblemente bueno en algo. No tienes esa aptitud que sabes que es "lo tuyo". Eso no existe en ti.

Y te has dado cuenta así, sin querer, sin buscar esta revelación. Simplemente apareció ante ti y lo viste claro, eres la sombra de los grandes talentos de este mundo, nadie te recordará cuando hable de como descubrió su habilidad, no aparecerás en la historia, ni en los libros, ni en la memoria de nadie. La gente sabrá que había alguien, pero tu nombre desaparecerá con el viento y tu rostro se perderá junto a él. 

Así que es eso. No hay nada en ti que valga especialmente la pena. Ni para bien, ni para mal. Has sido, eres y serás siempre el reverso de una página en blanco. Y tan solo existes porque los demás solo son conscientes de su gran seña cuando se cruzan contigo. Esa es tu misión: no ser nadie.

jueves, 18 de abril de 2013

Barcelona, I'm in love.


Después de una gran temporada de dormir, comer y pensar de forma insana, el miércoles de la semana pasada fui a Barcelona. Y para quien no lo sepa, amo esa ciudad con todo mi ser.
Visitarla ha sido purgatorio para mí, como mínimo. Necesitaba ese descanso de todo, de lo que me rodeaba, de la misma ciudad con las mismas rayadas taladrándome en la cabeza una y otra vez. Necesitaba salir de aquí y encontrarme en la maravilla que es en sí misma Barcelona. Una ciudad de ensueño, al menos para mí, que siempre me ha fascinado más de lo que os imagináis.
Como digo, esta ciudad me puede. Cuando fui por primera vez hace tres o cuatro años (más o menos), surgió un poco de la nada. Me invitaron a ir a modo de agradecimiento un poco y casi en el último momento. Me costó decidirme y cuando me quise dar cuenta estaba en un avión de camino a la ciudad con la que soñaba desde hacía tiempo. Visité el Salón del Manga, que era a lo que iba en principio. Pero mi hermano me dedicó un día entero para mí, para enseñarme aquello que solo conocía en fotos, y me llevó al Parque Güell. Había visto fotos, había escuchado lo que me contaban, pero superó todas mis expectativas. Recuerdo con especial cariño el día que visité el parque, mi hermano y yo solos, al entrar me hizo prometer que no levantaría la vista de mis pies hasta que él me lo dijera. La intriga me mataba, yo con la curiosidad creo una ansiedad profunda, pero conseguí aguantarme. Me llevó hasta lo más alto del parque, justo al lado de nosotros había un hombre tocando la guitarra, una melodía muy bonita y apropiada, por cierto. Cuando estaba en lo más alto y por fin levanté la cabeza, Barcelona estaba a mis pies. Toda la ciudad esperando ser conocida, esperando que yo la descubra paso a paso. Podía ver cada edificio, cada calle, la Sagrada Familia... Y todo adornado con la música más apropiada. Llamadme sentimental, pero no pude evitar soltar alguna lagrimilla de emoción. Creo que tuve durante unos dos años una de las fotos de fondo de móvil, solo porque así podía volver a ver lo mismo que aquel día.
Podéis imaginároslo, con un comienzo así, mi amor por esa ciudad solo podía ir a más. Me enamoré profundamente de todo, y lo mejor es que aun no había visto nada. La verdad es que después de aquello volví a la ciudad al año siguiente, repitiendo un poco la experiencia y conociendo un poco más que la última vez. Cada vez que voy me niego a volver a Coruña, que me gusta mucho, pero en Barcelona cada paso me produce placer. El año pasado no pude ir por distintas cosas del destino y cuando este año me dijeron que el viaje se hacía, no dudé ni un momento en apuntarme. Creo que no me perdería la experiencia de Barna nunca, y si algún día me niego a ir, disparadme.
El viaje empezó muy bien, iba con ganas, la verdad. Me apetecía una barbaridad. Volar con Vueling mola bastante, yo que estoy acostumbrada a Ryanair. Así que casi sin darme cuenta estaba bajando del avión. Y ya notaba esa felicidad plena. Es como si al viajar allí dejara aquí una parte de mí, esa parte de la que suelo necesitar escapar, esa parte que me hace pensar más de la cuenta, esa parte que por alguna razón desaparece cada vez que voy.
No voy a relatar aquí cada una de las partes del viaje, ni cada día minuto a minuto. Pero sí me gustaría hablar de lo maravillosa que me resulta. Sé que es un amor idílico, que hay de todo, como en todas las ciudades. Pero seguro que conocéis aquella frase de “puedes sacar a la chica de la ciudad, pero no a la ciudad de la chica”. Algo así es lo que me pasa a mí. Quedar en Plaza Catalunya y desde allí ir a las Ramblas. El movimiento y la vida que se respira allí es fantástico, desde los timadores, hasta los vendedores de flores, pasando por los hipsters y los que venden animales, parándote a ver cada impresionante actuación callejera (que está lleno de talentos), respirando el ambiente, con esa ingente cantidad de personas moviéndose de un lado a otro. Un lugar lleno de historias, a cada cual distinta de la anterior.
Entrar en el mercado (La boquería)... ¡oh, es genial! Cada vez que entro no puedo evitar dos cosas: la primera, repetir una y otra vez que a mi madre le encantaría estar allí; la segunda, comprar un vaso con trozos de fruta. Solo le veo un problema y es que a mí me resulta agobiante estar rodeada de gente casi sin poder moverme, y eso es en esencia el mercat. Por lo demás, la mezcla de olores, de ruidos, de gente y de culturas, compensa cualquier tipo de agobio... Además de que la fruta me sienta genial cuando hace calor.
Por otro lado, el domingo tuve la oportunidad de experimentar yo sola la ciudad, me dio por salir temprano del albergue y desayunar fuera mientras hacía algo de turismo por mi cuenta. Me pasé todo el día fuera recorriendo las largas calles de Barcelona. Desde el Triangle hasta el barrio Gótico, andando sin descanso, desayunando, comiendo y tomando mi postre (un súper helado delicioso) mientras visitaba con tranquilidad y parsimonia aquello que solía ver acompañada. Qué placer... No me perdí aunque esperaba hacerlo (adoro perderme donde me encuentro tan bien), cogí el metro, recorrí el maravilloso parque que hay después del paseo del Arc de Triomf, disfrutando cada paso, cada escultura. La cantidad de niños explotando burbujas gigantes y las familias y grupos de amigos comiendo al aire libre, tomando el sol, disfrutando del domingo. Sí, no pudo ser más utópico. La verdad es que este amor no me lo van a quitar así como así.
(Yendo a cosas mas banales, será porque hay más gente, pero la verdad es que hacía mucho que no veía yo tanto chico guapo junto. No se ven cosas así todos los días, era algo de disfrute la verdad).
El caso es que aquí cuento gilipolleces a mansalva y hoy me apetecía comentar uno de mis grandes amores, Barcelona. No disfruto de ella tanto como me gustaría, pero confío en poder vivir allí en algún momento de mi vida, sería perfecto tener una vida allí. Creo que no me queda más por decir que no sea repetirme y regodearme en el pacer y la felicidad que me provoca recordar mis seis días de viaje en una ciudad que es arte en sí misma. Debo advertir que el tema de conversación me va a durar bastante, eso está más que claro. Así que a los más cercanos os toca aguantarme si queréis... Y si no, dejadme hablando sola, que ya me hago feliz yo misma escuchándome hablar sobre una de mis cosas favoritas más amadas.

jueves, 4 de abril de 2013

Caducidad

Creo que todos tenemos un nombre predilecto para usar en foros, videojuegos, páginas random a las que registrarnos y todo eso. Mi nombre es Caducidad. Sí, es raro. Sí, la primera vez que lo usé no significó nada. Sin embargo, hoy día creo que tiene un sentido ese nombre y que por esa razón lo sigo usando.
La primera vez que lo usé, recuerdo que fue en un juego online llamado Travian, que seguramente muchos conoceréis. La verdad es que fue mi tercer intento de nombre, el primero había sido mi segundo nombre, que estoy acostumbrada a que no sea muy popular, pero en este caso estaba cogido, el segundo intento fue Salchichón, pero ya lo estaban usando también. Finalmente a mi cabeza vino una palabra: caducidad. En el momento me pareció que algo tan cotidiano como eso, tan natural, algo a lo que realmente no se le hace caso o no pensamos en ello tanto, pues no estaría cogido, de ahí que intentara registrarme con él. Efectivamente, mis sospechas eran ciertas y estaba libre. A partir de entonces recuerdo haber usado de nombre de usuario Caducidad en la mayoría de páginas o juegos en los que me he registrado por el simple hecho de que nadie más utiliza nunca un nombre como ese.
Normalmente me preguntan el por qué del nombre. Siempre contesto alguna gracia con intención de no darle muchas vueltas. Pero con el paso del tiempo y de la repetición incesante de esa pregunta he empezado a plantearme lo que significa realmente. Creo que he hecho de algo que no significaba nada una identidad. La verdad es que si lo pienso puedo darle un significado más profundo, algo que tenga una importancia más allá de las facilidades de un nombre como ese.
Pues bien, la última vez que me lo preguntaron creo que fue en el juego de móvil Apalabrados, siempre la pregunta acompañada de ciertas gracias sobre mi fecha de caducidad y cosas del mismo estilo, nadie es original en cuanto a eso. Mi respuesta se baso en una reflexión que llevaba tiempo barajando. La caducidad de algo es realmente importante, latente, sin embargo nunca le hacemos el suficiente caso. Me refiero a que todo tiene fecha de caducidad, desde las distintas etapas de la vida, hasta la vida en sí misma, pasando por cosas mas triviales como un trabajo, una serie o una comida (como es más común).
La razón de que no hagamos caso a estas fechas de caducidad que siempre se nos presentan desde un principio, la razón de que las ignoremos sobremanera está clara: a nadie le gustan los finales. Llegar a la fecha de caducidad de algo es equivalente a llegar al final, a la meta. A nadie le gustan los finales, ni siquiera los finales de las películas que no nos han gustado o de los momento más terribles, porque hasta el final es más doloroso casi que la situación en sí. Evitando hacer caso o dar relevancia a estas fechas finales solo ignoramos aquello que no nos gusta saber que está ahí con intención de evitarnos sufrimiento, al fin y al cabo, el fin último de cualquier ser humano es aspirar a la felicidad y pocos (o casi nulos) son los finales que nos dan esa ansiada felicidad.
Mi punto de vista es otro. El final está ahí, es así, no se va a ir o desaparecer por el simple hecho de que lo ignoremos y evitemos reconocer su existencia. Teniendo en cuenta esto, ¿por qué no asumir los hechos, interiorizar esa clara caducidad y aprovechar al máximo el tiempo que tenemos hasta que llegue? Esto es aplicable a todo, realmente. Quiero decir, la mayoría de las relaciones tienen una fecha de caducidad (sea por lo que sea), nos guste o no, nada es eterno y debe acabar todo tarde o temprano. Entonces asumamos que esto es así y disfrutemos cada momento sabiendo que el final en algún momento aparecerá.
Creo que pensar que ese final no va a llegar, ignorarlo, alargarlo o evitarlo es un error. Pensando que no está ahí, que no va a aparecer, actuamos como si tuviéramos todo el tiempo del mundo para compartir con alguien o para hacer algo y al final dejamos todo para el último momento, confiados de que tendremos tiempo para hacer todo. No puede ser más irreal. Quizá creáis que es una visión algo pesimista o negativa, visualizar el final antes siquiera de que se haga notar. Para mí no es así en absoluto, es ser realista con la situación a la que nos enfrentamos, es ser consciente de que las cosas no son idílicas como nos gustaría, que lo eterno no existe, que en algún momento todo acaba.
Caducidad es ahora algo más que un nombre escogido al azar. Realmente he hecho de esta ocurrencia una parte de mí. Representa una forma de ver las cosas, representa la necesidad que tengo de ser consciente de que todo acabará, de que ninguna relación dura mucho, de que los trabajos, los estudios e incluso las vacaciones acaban. Es mi necesidad de saber que no va a durar siempre. Saberlo no hace que sea triste o malo, simplemente me hace estar con los pies en la tierra, que cuando llega el final de algo muy bueno, de algo que no creías que pasaría, de algo que preferirías no acabar nunca, yo soy más fuerte y consigo sobreponerme de la mejor manera posible. No me quita la tristeza que esto provoca, pero como lo veía venir, la cosa no es tan dura como podría llegar a ser.
Caducidad es lo que hace que me plantee acabar con las cosas más maravillosas que he experimentado últimamente, con lo más trivial, con lo más importante, con lo que necesita ser acabado, porque alargarlo no es la forma ni la mejor opción. Un buen final a tiempo siempre será mejor que un final forzado y obligado demasiado tarde.

martes, 2 de abril de 2013

Tengo algo que confesar...


  1. He dormido con peluche hasta hace poco (un año o dos, como mucho).
  2. He cambiado el peluche por una almohada grande (o una persona cuando cuadra).
  3. Me gusta leer, pero hace mucho que no leo algo.
  4. A veces evito comer por no gastar dinero. Me aprovecho de mi poco apetito. No, no es sano.
  5. Si tardo mucho en el baño, ten por seguro que estoy haciendo caras frente al espejo.
  6. Cuando voy sola por la calle me imagino situaciones en las que acabo en el hospital.
  7. Suelo tener moratones en los tobillos porque al andar me golpeo un pie con el otro sin querer.
  8. Me arranco pestañas cuando me aburro. No, no debería hacerlo.
  9. Cuanto más me duele una herida más la toco. Alguna vez hasta me hago sangrar.
  10. Siempre que estoy triste o un poco de bajón escribo "jeje" en lugar de una risa normal.

lunes, 1 de abril de 2013

Cosas que no interesan a nadie.


En una clase de relajación nos enseñaron a hacer relajación mental. El proceso es muy sencillo, es básicamente meditación. Si habéis probado alguna vez la meditación sabréis a lo que me refiero. Pues bien, rodeada de gente con problemas de ansiedad mucho mayores que los míos y sin saber muy bien por qué tenía que quedarme allí, ya que lo veía una pérdida de tiempo a pesar de todo, acabé por encontrar una fascinación por la meditación o la relajación mental, como lo llamaba la psicóloga que llevaba aquel curso.
Aquella clase comenzó con las luces apagadas. La psicóloga conectó su reproductor de música a los altavoces (bastante viejos) que había sobre el escritorio y comenzó a sonar una melodía suave que a las diez de la mañana provocaba unas enormes ganas de volver a mi cama a dormir, es decir, cumplía su función como música relajante. Las señoras mayores y de mediana edad, el señor rarito que se sentaba al fondo y yo (sí, era lo más joven y normal de aquel curso, es preocupante) nos tumbamos en el suelo, sobre unas colchonetas que eran bastante más cómodas de lo que parecían en un principio (esto no ayudó nada a que pudiera mantenerme despierta, pero por alguna razón, lo conseguí).
Una vez situados y cómodos, empezamos con una serie de ejercicios de respiración profunda. Para quien no lo sepa haré una explicación rápida. Normalmente al respirar solo llenamos la parte de arriba de los pulmones, es raro que los llenemos por completo o que los llenemos desde abajo. Durante un ataque de ansiedad o de pánico (como quieras llamarlos, que al fin y al cabo son más o menos lo mismo dependiendo del grado del ataque) la respiración se vuelve agitada, irregular y muy rápida. Llenamos solo la parte de arriba de los pulmones en una proporción bastante más pequeña y de forma irregular y rápida, de esta manera hiperoxigenamos nuestro cuerpo sin llegar a hacerlo bien, por eso hiperventilamos y tenemos esa sensación tan extraña muy parecida a estar colocado. Para evitar esto es muy adecuado aprender a hacer una respiración profunda, no solo porque evita que hiperventilemos sino también porque es muy relajante y ayuda a evitar estos ataques tan poco oportunos. Con la respiración profunda se llenan los pulmones desde abajo y se llenan por completo.
Bien, retomando mi historia, allí estábamos, tumbados boca arriba, con una melodía suave en nuestros oídos, los ojos cerrados y las luces apagadas. Lo único que se podía oír a mayores de la banda sonora proporcionada por la psicóloga era nuestra respiración tranquila. Una vez acompasados nuestros latidos a nuestra respiración, la psicóloga empezó a hablar metiendo diferentes imágenes en nuestra cabeza. Puede parecer una chorrada, pero queda demostrado el poder de la mente con este tipo de meditación. Al hablar de un lugar soleado, algo caluroso pero sin ser agobiante a mi cabeza vinieron playas desiertas y tranquilas donde la arena no se mete en todos los recovecos de tu cuerpo, donde los rayos del sol estaban solo para mí. Podéis creerme o no, pero recuerdo perfectamente sentir esa placentera calidez en mi piel.
Acto seguido la psicóloga nos pidió que sin irnos de aquel lugar que había en nuestra cabeza, imaginásemos que la pierna derecha pesaba mucho de repente, luego la izquierda se uniría, luego los brazos, el tronco y por último la cabeza. Vuelvo a decir que podéis creerme o no, pero recuerdo sentir esto. La verdad es que esta última es más creíble si lo pensáis bien. Lo que hacíamos era relajar los músculos de cada parte del cuerpo de forma paulatina de manera que al final queda en peso muerto y da sensación de pesadez, sobre todo cuando no dejas en peso muerto todo el cuerpo a la vez, sino que lo haces parte por parte.
En mi cabeza no habían pasado más de diez minutos de aquella clase entre acostarnos, la respiración profunda, el calor del sol y la pesadez de nuestro cuerpo, pero cuando quise darme cuenta habían pasado ya cuarenta y cinco minutos de aquella cuarta clase de relajación. A quince minutos de acabar yo ya estaba transportada a mi propio interior a mi mundo particular de donde nadie en su sano juicio osaría sacarme. Los siguientes quince minutos consistieron en una serie de ejercicios más del mismo tipo, sonidos de la naturaleza, imágenes de nuestros problemas desapareciendo, etc, etc.
Pero a mí lo que realmente me cautivó y me fascinó fue esa completa sensación de paz del principio. Es inexplicable el placer que resulta de ese falso silencio y el poder de una buena imaginación y concentración. Es difícil llegar a experimentarlo, lo sé porque de vez en cuando tengo la necesidad de abstraerme, de volver a entrar ahí y en ocasiones resulta casi imposible crear el ambiente adecuado para poder llevar a cabo tal tipo de relajación. Será que me cuesta mucho hacer callar a mi cerebro y concentrarme en eso solo, o simplemente que no encuentro el modo adecuado de hacerlo. El caso es que lo he conseguido pocas veces más desde entonces y por muy pocas que hayan sido, han valido la pena.
Desde aquí recomiendo encarecidamente practicar la relajación mental o la meditación, como queráis llamarlo. Sobre todo si sufrís de ansiedad, estrés o algo del estilo. No soy una experta ni mucho menos, y sin embargo repetiría algo así mil y una veces, no hay nada como poder estar dentro de mí yo sola, sin problemas, charlas o rayadas varias. No hay nada como poder relajarse por completo y olvidarse un poco de lo que es ser uno mismo en el mundo real.