lunes, 3 de diciembre de 2012

Semprencia, yo y los elefantes amarillos.

Una guerra de elefantes amarillos en medio del desierto parecía la más triste de las historias desde el balcón de París, donde veía pasar las horas, los días y a aquel pingüino que había aprendido a volar. 

Sentada allí, sin esperar nada a cambio, leí el periódico como cada mañana de cada miércoles del año. Para mi sorpresa en la portada salía mi cara, aplastada por los cincuenta libros más vendidos de 1995. Quizá si los hubiera leído en su momento, no se hubieran levantado en rebelión contra mí. 

Me trajeron el desayuno en ese instante. Aquella mañana se me había antojado desayunar con la recepcionista del hotel, una señora bastante peculiar que solía llevar puesto y breve picardías y unas lonchas de queso sobre los hombros, bastante sensual a pesar de sus noventa años y sus ciento cincuenta kilos de más. Como decía mi madre antes de emigrar cual reno volador, los antojos hay que saciarlos antes de que se vuelvan monstruos dentro del armario, así que así como recibí mi leche de hormiga y mis tostadas con limones asados, bajé a recepción a compartir mi desayuno con aquella mujer tan particular.

Tras el desayuno y una satisfactoria conversación sobre la larga guerra de los elefantes amarillos, que ya duraba tres años y medio sin descanso, me acerque a los buzones y encendí un cigarrillo. Por aquellos años el tabaco estaba prohibido así que los cigarrillos eran en realidad salmón ahumado en taquitos, que por alguna razón se habían vuelto muy populares y estaban deliciosos. Mientras fumaba mis taquitos de salmón ahumado mi teléfono móvil comenzó a sonar, dudé si coger la llamada o no al descubrir que era mi hija Semprencia quien llamaba. Hacía días que no sabía nada de ella y era mejor así, desde que había descubierto que ella era su propia abuela, las cosas en la familia estaban tensas, pero es lo que pasa cuando los viajes en el tiempo no son supervisados adecuadamente. 

Finalmente cogí la llamada. Semprencia había superado aquel trauma y estaba dispuesta a arreglar los embrollos de la familia. Como yo me encontraba en pleno centro bohemio de París, decidí que lo mejor era quedar con ella para comer en un pequeño restaurante de la ciudad vieja de Suiza. Era el punto de encuentro más adecuado, según me pareció en aquel momento, en Suiza las moscas se habían extinguido y por tanto la atención al público era muchísimo más adecuada.

Tres horas más tarde me encontré con mi pequeña en aquel restaurante, hablamos durante horas y finalmente arreglamos los problemas que había entre nosotras. Desde entonces ambas hemos formado una sociedad secreta con intención de dominar el planeta. Semprencia tiene unas ideas increíbles que sumadas a mis dotes para cualquier tipo de trabajo, nos hacen imparables. 

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